viernes, 21 de marzo de 2008

la mente domina el cuerpo

I

Era la media tarde de un incierto día de principios de julio, y el sol todavía alto, descendía abrasador y pesado siguiendo su exacta parábola camino del horizonte. El calor sólo se había apaciguado tenuemente tras los rigores del mediodía.
A él le gustaba practicar deporte y había salido a correr por los caminos próximos de donde pasaba las vacaciones. Pretendía llegar hasta un pintoresco paraje a pocos kilómetros de allí donde un manantial convierte la tierra reseca en un oasis de pinos, carpas, ardillas y domingueros. Al paso de su carrera la cigarra chirriaba con fuerza mientras una suave brisa mecía los matojos resecos que se levantaban a ambos lados del camino.
Aunque hacía un calor asfixiante se había propuesto salir a correr. Hacía ya tiempo que lo practicaba, una vez a la semana por lo menos, y no quería perder la costumbre. Como era hombre poco pragmático sabía que si no lo convertía en una rutina lo acabaría dejando, echaría al final barriga y el estrés acabaría apoderándose de su organismo. Le estaba costando gran esfuerzo mantener el trote.

II
Ella se había sentado en el banco encimero junto al frigorífico. Su sexo abierto y encendido como una granada madura desafiaba provocadora al bravo unicornio rampante que se preparaba para la embestida.
En el albero de la cocina los cuerpos sudorosos y tensos de los amantes se batían en enconada lucha. El miembro astado la empitonaba certero, hundiendo su único cuerno, una y otra vez, en la misma herida abierta al son de suspiros y jadeos agitados y dulces.
Momentos más tarde yacían los dos en la cama, él encima de ella, acariciándola, mordisqueándole suavemente cuello y orejas, lamiendo sus disparados pezones, besándose en un mar caliente de saliva infinita y azul, como en un mediterráneo mojado de amor y deseo.
Ella que se giró en casual azar en el mismo orden que el del eje terrestre, permitió que se tutearan pecho y espalda y siguieron sumidos en su cortejo ajenos a movimientos planetarios.

III

El sol seguía cayendo lentamente siguiendo su precisa órbita celestial y el calor se había apaciguado sólo un poco tras los rigores del mediodía, y él, había salido a correr un incierto día del mes de julio. La cigarra seguía chirriando en otro parecido algarrobo, mientras, la suave brisa mecía unos matojos resecos que se erguían a uno y otro lado del camino.
Había recurrido a estos pensamientos sicalípticos para paliar el cansancio y el calor en su carrera. Un método que le resultaba práctico y eficaz, imaginar situaciones placenteras y agradables para mitigar el sufrimiento y apartar el desánimo y la fatiga del esfuerzo deportivo. La mente con la ayuda de la voluntad es capaz de dominar y revitalizar un cuerpo agotado.
La utilización de este recurso no era casual ni fortuito porque estaba todavía muy reciente en su memoria. La noche anterior había estado haciendo el amor con ella. En el calor y el fragor de la noche quieta, ella se había sentado en el banco encimero junto al frigorífico ofreciendo su sexo depilado.
IV
Ya en la cama, ruedo de los dos amantes, la brisa intermitente del ventilador mecía los suaves cabellos de ella. Sus cuerpos entrelazados y sudorosos estaban rebozándose sobre las sábanas, en esa precisa noche viscosa y caliente, de quejidos callados y entrecortados. De la misma manera que en el principio de los tiempos.
En el momento exacto en el que él estaba alcanzando el clímax se produjo la paradoja.
Él salió a correr bajo un sofocante y tórrido sol por un camino polvoriento. A su paso, la cigarra cobijada en el algarrobo emitía su peculiar chirrido y una suave brisa hacía resonar los resecos matojos que quedaban a los lados del camino.
En un momento de esa noche de plomo derretido, él había recurrido a estos pensamientos, táctica que le resultaba efectiva para prolongar las acometidas de su sexo enfurecido que amenazaba con estallarle.
Seguía corriendo por el camino untado de polvo y sudor bajo el sol caliente del verano, hasta que le flaquearon las piernas y en un traspié soltó con fuerza violenta un río bravo de espuma que irrigó el fértil oasis de la granada en sazón.
Hay ocasiones imposibles en que la mente no puede dominar el cuerpo.

viernes, 14 de marzo de 2008

american beauty


"Me llamo Lester Burnham. Este es mi barrio. Esta es mi calle. Esta es mi vida. Tengo 42 años. En menos de un año habré muerto, claro que eso no lo sé aún. Y en cierto modo, ya estoy muerto. Aquí me tienen, cascándomela en la ducha. Para mí el mejor momento del día. A partir de aquí, todo va a peor".
(Kevin Spacey en "American Beauty")

la ruptura


Sólo y en mi casa.
Se alarga la sombra de la noche.
Ella ya no está,
se fue sin dejar rastro
cuando todo había comenzado.
No sabré vivir sin ella,
y nunca más tendré cobijo entre sus tetas.
¡Qué será de mí!,
deambularé famélico de besos
mordiendo el polvo tras sus huellas.
Pero el destino no puede ser tan cruel
y seguro que me mandará
un ángel de curvas peligrosas
para que cure mis heridas.

sábado, 1 de marzo de 2008

respira


"Respira, respira en el aire
No tengas miedo de sentir
Vete, pero no me dejes
Mira a tu alrededor y escoge tu propio terreno
Vivirás muchos años y volarás muy alto
Ofrecerás muchas sonrisas y llorarás muchas lágrimas
Y todo lo que puedas ver y tocar
Es lo único que tu vida será

Corre, conejo corre
Cava el agujero, olvídate del sol
Y cuando por fin el trabajo hayas acabado
No te sientes, es hora de comenzar de nuevo
Vivirás muchos años y volarás muy alto
Pero sólo si te subes en la marea
Y te balanceas en la ola más grande
Corres hacia una fosa temprana "


(Pink Floyd)



PR - 124




I

Pasaban de las seis de la tarde y estaba oscureciendo. A principios del mes de febrero el frío, que había tardado en llegar, se había instalado definitivamente en la región e incluso en las zonas más altas había cuajado una considerable capa de nieve.
La humedad era palpable en el ambiente, había lloviznado la noche anterior, y un estremecedor escalofrío recorría, desde la nuca hasta la rabadilla, a todos y cada uno de los excursionistas.
“Todos a la cumbre”, “vamos arriba de la montaña”, repetía convulsa e incesante una estentórea voz, profunda y cavernosa.
El día prometió divertido, el grupo senderista formado por más de treinta personas, constituido a partes iguales por ambos sexos, había partido temprano de la ciudad. Dispuestos a disfrutar de una jornada intensa los excursionistas se habían saludado cordialmente al aparecer en el punto de reunión. La charla distendida y el ejercicio saludable constituían tónico y relajamiento para cuerpo y mente, abotargados tras una larga semana de tedio y rutina.
Un sol radiante lució de buena mañana, aunque alguna nube hinchada y gris lo ocultaba de vez en cuando. Las predicciones meteorológicas habían anunciado alguna lluvia ocasional aunque esa posibilidad poco importaba a los entusiasmados montañeros que habían madrugado para echarse al monte.

II

La excursión programada por el sendero PR-124 de dificultad medio-alta, con una duración aproximada de cinco horas y con un desnivel de 550 metros, comenzaba en una pintoresca población de la serranía que discurría luego por un paraje bastante abrupto, con un extenso y magnífico bosque de pino y monte bajo, para finalizar en un recorrido circular, en el mismo lugar de su inicio.
Los senderistas corrían presurosos y agitados monte arriba. Desperdigados por la ladera intentaban reagruparse en la cima. El horror mitigaba el dolor de las caídas y también de los arañazos que les ocasionaban las carrascas y aliagas con las que tropezaban. Se escucharon gritos y hubo quien utilizo su móvil en demanda de auxilio, aunque sin éxito, por falta de cobertura. Quien llevaba linterna apuntaba el camino y hacía señales para facilitar el reencuentro y, con un poco de suerte, tratar de llamar la atención de algún lugareño que anduviera por la contornada.
Por distintos puntos de la cumbre aparecían senderistas desbocados presos del pánico. Cuando se encontraban se fundían en un abrazo, sus voces balbucientes, sus rostros cincelados en piedra marmórea ponían de manifiesto la angustia vivida del momento.
Sobre el gimoteo general sobresalía, profunda y cavernosa, la misma estentórea voz que intentaba organizar el grupo. “Formemos un círculo”, “los heridos dentro de él”, “usad los palos y sacad las navajas”.
El mismo viento que mecía el pino centenario hizo escampar la nube que escondía la luna redonda y brillante, lo que permitió iluminar el agreste escenario. Fue entonces cuando un sonoro crujido de matojos atrajo la atención de miradas y linternas.
Abandonados por almas desaprensivas al finalizar el estío, una numerosa jauría de perros asilvestrados, organizados cual manada de lobos, asolaba la zona atacando rebaños. Una migaja obsequiada durante el almuerzo campestre a uno de ellos, un perrito dócil y simpático, atrajo a toda la horda. Pronto comenzaron las disputas entre ellos para arramblar con algo de alimento. El ataque comenzó poco después. Abajo en el pie de monte yacían tres senderistas malheridos, obra de caídas y dentelladas.
Aparecieron numerosos canes, más de veinte, de distintos tamaños y pelajes. Con los lomos erizados y ojos inyectos y predadores avanzaban decididos y amenazantes hacia el grupo de personas. El hambre de la helada sierra los acuciaba y el olor de la sangre había destapado fieros instintos olvidados. Por primera vez no temían al hombre ni respetaban su autoridad y el olor del miedo de sus presas los excitaba aún más. El eco del barranco cercano se encargaba de repetir por doquier el rugido feroz y quejumbroso de sus tripas hambrientas.
Cuando otro nubarrón ocultó la luna comenzó a llover. La lluvia que arreciaba enjugó el rostro de Lucía que limpió los dos claveles rojos que habían florecido en su garganta, a su lado Enrique, el Panadero, bastante maltrecho con una pierna rota y un fuerte traumatismo en la cabeza, recordaba la comunión de su hija, seis años atrás, y del lugar más entrañable de su memoria apareció, durante un tiempo, una sucesión de escenas familiares, y felices, bañadas con su sangre descorchada y la lluvia dulce y tibia del invierno.

III

La noche de luna roja fue larga e inmensa. Escenas antiguas que habían de remontarse a la noche de los tiempos aparecieron en el sendero PR-124 y todo volvió atrás durante esa noche, una noche eterna de vida y muerte, de sangre fresca y saliva amarga, de músculos tensos y venas inflamadas, de cazadores y presas enfrentados cara a cara. Y en la vida volvió a palpitar el instinto ancestral, primigenio, universal e infinito que mantuvo enfrentadas la supervivencia y la adversidad, en el afán de la humanidad por la permanencia sobre la faz de la tierra.
Ante la tardanza de su hijo, un padre preocupado decidió llamarlo por el teléfono móvil pero sin conseguirlo: "no había cobertura", pensó él. Encendió la radio por si informaban sobre retenciones en las carreteras y escuchó noticias de Oriente Próximo donde contaban que se había producido una auténtica masacre y que habían muerto muchas personas.
Esa misma noche, larga e inmensa de luna roja no fue sólo exclusiva del PR-124 sino que también estaba presente en otros y tantos lugares alejados y repartidos por el mundo.
Pero con una triste y despiadada salvedad: el derramamiento de sangre se ocasionaba entre miembros de una misma especie, no con la necesidad vital y apremiante del alimento como las fieras, sino con unos fines mucho más espúreos y abyectos: la explotación, el odio, la intolerancia, la opresión...
Homo homini lupus, el hombre alimaña para el hombre.