
I
Pasaban de las seis de la tarde y estaba oscureciendo. A principios del mes de febrero el frío, que había tardado en llegar, se había instalado definitivamente en la región e incluso en las zonas más altas había cuajado una considerable capa de nieve.
La humedad era palpable en el ambiente, había lloviznado la noche anterior, y un estremecedor escalofrío recorría, desde la nuca hasta la rabadilla, a todos y cada uno de los excursionistas.
“Todos a la cumbre”, “vamos arriba de la montaña”, repetía convulsa e incesante una estentórea voz, profunda y cavernosa.
El día prometió divertido, el grupo senderista formado por más de treinta personas, constituido a partes iguales por ambos sexos, había partido temprano de la ciudad. Dispuestos a disfrutar de una jornada intensa los excursionistas se habían saludado cordialmente al aparecer en el punto de reunión. La charla distendida y el ejercicio saludable constituían tónico y relajamiento para cuerpo y mente, abotargados tras una larga semana de tedio y rutina.
Un sol radiante lució de buena mañana, aunque alguna nube hinchada y gris lo ocultaba de vez en cuando. Las predicciones meteorológicas habían anunciado alguna lluvia ocasional aunque esa posibilidad poco importaba a los entusiasmados montañeros que habían madrugado para echarse al monte.
La humedad era palpable en el ambiente, había lloviznado la noche anterior, y un estremecedor escalofrío recorría, desde la nuca hasta la rabadilla, a todos y cada uno de los excursionistas.
“Todos a la cumbre”, “vamos arriba de la montaña”, repetía convulsa e incesante una estentórea voz, profunda y cavernosa.
El día prometió divertido, el grupo senderista formado por más de treinta personas, constituido a partes iguales por ambos sexos, había partido temprano de la ciudad. Dispuestos a disfrutar de una jornada intensa los excursionistas se habían saludado cordialmente al aparecer en el punto de reunión. La charla distendida y el ejercicio saludable constituían tónico y relajamiento para cuerpo y mente, abotargados tras una larga semana de tedio y rutina.
Un sol radiante lució de buena mañana, aunque alguna nube hinchada y gris lo ocultaba de vez en cuando. Las predicciones meteorológicas habían anunciado alguna lluvia ocasional aunque esa posibilidad poco importaba a los entusiasmados montañeros que habían madrugado para echarse al monte.
II
La excursión programada por el sendero PR-124 de dificultad medio-alta, con una duración aproximada de cinco horas y con un desnivel de 550 metros, comenzaba en una pintoresca población de la serranía que discurría luego por un paraje bastante abrupto, con un extenso y magnífico bosque de pino y monte bajo, para finalizar en un recorrido circular, en el mismo lugar de su inicio.Los senderistas corrían presurosos y agitados monte arriba. Desperdigados por la ladera intentaban reagruparse en la cima. El horror mitigaba el dolor de las caídas y también de los arañazos que les ocasionaban las carrascas y aliagas con las que tropezaban. Se escucharon gritos y hubo quien utilizo su móvil en demanda de auxilio, aunque sin éxito, por falta de cobertura. Quien llevaba linterna apuntaba el camino y hacía señales para facilitar el reencuentro y, con un poco de suerte, tratar de llamar la atención de algún lugareño que anduviera por la contornada.
Por distintos puntos de la cumbre aparecían senderistas desbocados presos del pánico. Cuando se encontraban se fundían en un abrazo, sus voces balbucientes, sus rostros cincelados en piedra marmórea ponían de manifiesto la angustia vivida del momento.
Sobre el gimoteo general sobresalía, profunda y cavernosa, la misma estentórea voz que intentaba organizar el grupo. “Formemos un círculo”, “los heridos dentro de él”, “usad los palos y sacad las navajas”.
El mismo viento que mecía el pino centenario hizo escampar la nube que escondía la luna redonda y brillante, lo que permitió iluminar el agreste escenario. Fue entonces cuando un sonoro crujido de matojos atrajo la atención de miradas y linternas.
Abandonados por almas desaprensivas al finalizar el estío, una numerosa jauría de perros asilvestrados, organizados cual manada de lobos, asolaba la zona atacando rebaños. Una migaja obsequiada durante el almuerzo campestre a uno de ellos, un perrito dócil y simpático, atrajo a toda la horda. Pronto comenzaron las disputas entre ellos para arramblar con algo de alimento. El ataque comenzó poco después. Abajo en el pie de monte yacían tres senderistas malheridos, obra de caídas y dentelladas.
Aparecieron numerosos canes, más de veinte, de distintos tamaños y pelajes. Con los lomos erizados y ojos inyectos y predadores avanzaban decididos y amenazantes hacia el grupo de personas. El hambre de la helada sierra los acuciaba y el olor de la sangre había destapado fieros instintos olvidados. Por primera vez no temían al hombre ni respetaban su autoridad y el olor del miedo de sus presas los excitaba aún más. El eco del barranco cercano se encargaba de repetir por doquier el rugido feroz y quejumbroso de sus tripas hambrientas.
Cuando otro nubarrón ocultó la luna comenzó a llover. La lluvia que arreciaba enjugó el rostro de Lucía que limpió los dos claveles rojos que habían florecido en su garganta, a su lado Enrique, el Panadero, bastante maltrecho con una pierna rota y un fuerte traumatismo en la cabeza, recordaba la comunión de su hija, seis años atrás, y del lugar más entrañable de su memoria apareció, durante un tiempo, una sucesión de escenas familiares, y felices, bañadas con su sangre descorchada y la lluvia dulce y tibia del invierno.
III
La noche de luna roja fue larga e inmensa. Escenas antiguas que habían de remontarse a la noche de los tiempos aparecieron en el sendero PR-124 y todo volvió atrás durante esa noche, una noche eterna de vida y muerte, de sangre fresca y saliva amarga, de músculos tensos y venas inflamadas, de cazadores y presas enfrentados cara a cara. Y en la vida volvió a palpitar el instinto ancestral, primigenio, universal e infinito que mantuvo enfrentadas la supervivencia y la adversidad, en el afán de la humanidad por la permanencia sobre la faz de la tierra.Ante la tardanza de su hijo, un padre preocupado decidió llamarlo por el teléfono móvil pero sin conseguirlo: "no había cobertura", pensó él. Encendió la radio por si informaban sobre retenciones en las carreteras y escuchó noticias de Oriente Próximo donde contaban que se había producido una auténtica masacre y que habían muerto muchas personas.
Esa misma noche, larga e inmensa de luna roja no fue sólo exclusiva del PR-124 sino que también estaba presente en otros y tantos lugares alejados y repartidos por el mundo.
Pero con una triste y despiadada salvedad: el derramamiento de sangre se ocasionaba entre miembros de una misma especie, no con la necesidad vital y apremiante del alimento como las fieras, sino con unos fines mucho más espúreos y abyectos: la explotación, el odio, la intolerancia, la opresión...
Homo homini lupus, el hombre alimaña para el hombre.
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