domingo, 16 de agosto de 2015

los dardos del desamor




Su  llamada presagió lo peor,
sonó el teléfono justo cuando acabó el día.
El último día de mi vida
como todavía puedo asegurar.

Sus palabras me supieron
a trago largo de quina
con la pulpa de los citrones ácidos.

Su inapelable decisión,
afilada e hiriente,
reverberó una y mil veces
en mi corazón encogido,
que se agitaba con el frenesí
de las tartanas en el suelo empedrado.

Caí en su juego de manos
como propiciatoria víctima
que esperaba impaciente sus caricias y su afecto.
Caí de bruces en su magia mezquina
repleta de trucos y mentiras,
de imposturas, dobleces y añagazas.

Estoy herido y lacerado
por los dardos del desamor
lanzados con todo el veneno
frío, oscuro, viscoso y lento
de aquella noche procelosa de otoño insomne.

Estoy solo y apesadumbrado,
extirpados los sentidos y abandonada la cordura.
No respiro, no hablo,
no duermo, no veo,
no como, no sueño,
no lucho, no entiendo
no río, no callo.

Estoy expuesto y desvalido
a los envites y veleidades del desamor
que oscurece mis mañanas de sol
y ciega con luz encendida
mis noches de luna y estrellas.

Pero tal vez no fue culpa mía, ni siquiera de ella.
Quisiera que no fueran postizos sus besos,
no quisiera dudar de su autenticidad,
saber que hubo un día alguien que me amó,
y que quede para acompañar mi imaginario feliz,
al igual que las constelaciones que adornan tu cielo.

El teléfono sonó justo cuando acabó el día
y en la noche infinita y lenta,
mis latidos, puntiagudos y afilados,
acribillaron y traspasaron mi alma y mi cerebro
desangrándome en un mar de dudas e incertidumbres
sin torniquetes ni anestesia.

Todo acabó así, de repente.
Recogeré las mieses por segar,
quemaré los rastrojos resecos,
enfundaré mi manta y mis pocos enseres
y huiré del país ignoto
al que nunca debí viajar
esperando la llegada de una mejor primavera,
de una oportuna brisa que me aleje del hastío.



fotografía de George Lois y Carl Fisher

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