jueves, 4 de marzo de 2010

la senda del olvido


I

No había pasado mucho tiempo desde que habían florecido los cerezos en el valle del río Beleño. Por segunda vez volvieron a vestirse de blanco, aunque en esta ocasión debido a una espectacular nevada que cayó por encima de los mil metros de altura. En lo más profundo del valle, una alfombra blanca tapizaba el terreno. Y así quedó durante algún tiempo, sin ningún obstáculo que interrumpiera su superficie inmaculada.

Amaneció un día soleado, de un cielo azul turquesa de mar tropical. Al mediodía la nieve comenzó a derretirse, pedruscos y matojos iban quedando al descubierto.
Unos pajarillos nerviosos y montaraces se comunicaban en chirriantes trinos, persiguiéndose y volando de uno a otro árbol.
De repente se hizo el silencio en la hondonada. Una serpiente multicolor, jorobada de mochilas se aproximaba al lugar.
Se oía el murmullo de la gente acompasado por el crujido de las pisadas en la nieve fresca que a cada momento se iba haciendo más ostensible.
Una de las senderistas aprovechó un momento para apartarse del sendero y hacer sus necesidades más imperiosas entre la intimidad que le proporcionaban unas carrascas.
Al lado mismo del lugar elegido donde estaba agachada vio un extraño arbusto que emergía de la nieve, el tallo escarchado con varias ramitas tenía algo que brillaba, estaba al alcance de su mano y empujada por la curiosidad se apresuró a cogerlo.
Un grito histérico resonó por todo el valle, lo que hizo huir a los pajarillos y atrajo a los senderistas alarmados en una apresurada carrera.
El grupo intentó calmar a la agitada senderista que balbuceaba palabras ininteligibles. No la podían calmar, a duras penas consiguió señalar el extraño matojo motivo de su pavor.




II

Anselmo Cifuentes Lara, natural de la aldea de Orcasitas del Beleño y vecino de la misma localidad había enviudado hacía dos años. Él era el único habitante que quedaba en el poblado, todos habían emigrado o fallecido tiempo atrás. La vida en esa zona era extremadamente dura pero él no había querido abandonar el sitio entrañable que lo vio nacer y de donde tantos gratos recuerdos guardaba.
Solo y sin que nadie le ayudara había ido a buscar leña para calentar la casa. Como hombre de campo era un avezado observador del cielo, sabía que se iba a producir un descenso brusco de las temperaturas en breve tiempo. Debía darse prisa si quería que no le cayera encima la tormenta.
Los últimos meses fueron particularmente difíciles para Anselmo, una demencia senil cada vez más evidente hacía que olvidara las cosas, lo que empezó como una anécdota doméstica, cada vez adquiría mayor gravedad. Tras recoger la leña, quedó desconcertado, no reconocía el sitio donde se encontraba, eligió mal el camino de vuelta a casa y no pudo regresar. Le sorprendió la ventisca en medio del monte, nevó copiosamente durante varias horas y las leyes inexorables de la montaña le pudieron. Murió por hipotermia acurrucado mansamente en el suelo junto a su haz de ramas por quemar, después de haber visto pasar en un sueño cada vez más débil escenas de su vida, todas ellas agradables, dulces, lejanas y de color sepia.




III

El matorral escarchado tenía un anillo en una de sus ramitas y correspondía a la mano tiesa, curtida y quebrada de Anselmo. Gracias al anillo grabado en su interior se pudo conocer prontamente la identidad del cadáver.  Junto a su nombre y el de su mujer una fecha recordaba el día de su boda.
Tras el levantamiento del cadáver volvió de nuevo la calma al lugar. Se fueron las gentes quedando el lugar solitario como siempre lo estuvo.
El cielo, los árboles, la tierra, el manantial, quedos, firmes en su sitio, se hallaban sometidos a las sensibles y delicadas leyes de la naturaleza. La madre tierra seguía ocupada, olvidada de los relojes que marcan las horas y rigen los horarios de las ciudades, y el sol, que se disponía a caer por detrás de la montaña, fue testigo de cómo los pajarillos volvían con sus trinos y sus juegos.
Y todo lo que allí permanecía, continuó estando.

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